Pedro Palomino

 

 

 

Cementerios.

 

En España había la costumbre de enterrar a nuestros familiares difuntos en los templos, llegando esta a producir unos deplorables efectos en la salud pública. Carlos III, fue quien en 1787, mandó restablecer a la disciplina de la iglesia, en el uso y construcción de los cementerios en los extramuros de cada pueblo o ciudad.


Se dispuso también, que mientras llegase este momento, se enterraran los cadáveres con la profundidad suficiente para evitar los malos olores y que las inhumaciones se hiciesen a las horas que fuesen menos expuestas a propagar los miasmas que despiden los cadáveres


Carlos IV, en 1804 dictó varias medidas para activar la construcción de los cementerios rurales en lo que se decía los extramuros, entre ellos, es que cada uno de ellos debía de tener aneja una casa mortuoria, lo que hoy conocemos como tanatorios, debiendo de permanecer en ella el difunto, por un periodo de treinta y seis horas antes de llevarles a enterrar. Los cementerios debían instalarse, lejos de todo edificio habitado, arroyos, fuentes, pozos y manantiales. Sé debían cercar con tapias, que no pasasen de once pies de elevación. Los cadáveres debían de ser enterrados sin caja, solo envueltos en una sábana mortuoria, para que de esta manera se completase más pronto el proceso de putrefacción.


En la parroquial de Mambrilla, existen datos de este tipo de entierros desde 1679, ya que era una norma muy generalizada de testar a la hora de la muerte. El testamento se hacía ante el escribano o el cura párroco, que luego este pasaba al libro de difuntos. Si no hacían el testamento a la hora de morir, los familiares encargaban al cura del cuidado de su alma, así como las misas que tenía que decir y limosnas que tenían que dar, y para los santos lugares de Jerusalén, todo ello con cargo a sus bienes.
Como dato curioso podemos decir que en la parroquial de Mambrilla, en el año de 1707, fallecieron veintitrés niños y quince  personas mayores.


Como ejemplo, voy a transcribir el testamento que hizo en 1707, Marcela Esteban, mujer que fue de Melchor Minguez.

En veintitrés de Febrero de mil setecientos siete, falleció Marcela Esteban, mujer que fue de Melchor Minguez, habiéndola administrado yo el cura los Santos Sacramentos, Penitencia, Eucaristía y Extremaunción, hizo testamento ante Martín del Olmo notario apostólico y vecino de este lugar, y contiene lo siguiente:


= Mandase  enterrar en la parroquial de este lugar en tercera grada.
= Que se la diga misa de cuerpo presente.
= Honras a cabo de año.
= Que se celebre añal sobre su sepultura, tabla y candelón un año.
= Que la digan cuarenta misas, una en el altar privilegiado, otra en Castrejón, otra en la del Rosario y las demás a voluntad de los testamentarios.
= Séptimas acostumbradas a cada una.
=Testamentarios Pedro García, Melchor Minguez, esto contiene y lo firmé.

                                                   Firmado: Carlos Calvo

 

También existía la costumbre, de que parte de las misas se dijesen en conventos, ermitas, o iglesias fuera de la parroquia, llegando esta costumbre a tal punto que el 18 de Septiembre de 1709, el obispo de Osma, D. Andrés Soto de la fuente, tuvo que mandar un escrito para que no se dijesen mas misas de obligación, fuera del obispado, ya que los curas del obispado, se hallaban sumamente necesitados y no tenían por quien aplicar la intención de las misas que diariamente celebraban.


A partir del conocimiento del escrito del Sr. Obispo, cualquier misa que se encargase fuera de la parroquia a la que pertenecía el difunto, tanto por sus herederos o por el testamentario, sería castigada con la pena de excomunión mayor.


Dentro de la seriedad que hay en los libros de difuntos, encontramos cosas verdaderamente curiosas, como por ejemplo en el testamento que hizo en 1697, Felipa de Miguel, esta ordenaba que se la dijese una misa cantada con nocturno, para siempre jamás, y se la tenían que decir el uno de Mayo, para este menester dejaba una tierra en el término de Mambrilla de una fanega, con una limosna para el cura de cuatro reales y medio de vellón, para el cura y uno para el sacristán, teniendo que llevar a estos una ofrenda de queso.
En el testamento que hizo en 1684, Juan San Martín, a favor de su mujer Manuela de Miguel, la ordenaba que le tenía que decir cuatro misas cantadas con nocturno, con una limosna para el Sr. Cura de cuatro reales y medio de vellón, y uno al sacristán.   

 

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